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talones. Autos, jeeps, camiones, incluso una o dos bicicletas que se pasaban una a la
otra, sirenas y bocinas estridentes, divirti�ndose de lo lindo. Jim diGriz, benefactor de la
humanidad. Dondequiera que yo voy hago feliz a la gente. Me introduje en un gran
hangar, pasando como un bólido entre hileras de helicópteros. Los mec�nicos saltaron a
los costados en medio de una nube de herramientas que volaban, al tiempo que yo me
desplazaba rozando las m�quinas al hacer un giro brusco, de nuevo en dirección al frente
abierto del hangar. Cuando sal�a por un lado, mis perseguidores se precipitaban por el
otro. Muy emocionante.
Helicópteros... �por qu� no? �sta era Bream Field, la autoproclamada capital mundial
del helicóptero. Si aqu� los arreglaban, indudablemente tambi�n pod�an hacerlos volar. A
esta altura, toda la estación naval estar�a rodeada, y controlados sus accesos. Ten�a que
hallar otro modo de escapar. A una cierta distancia se erig�a la torre verde de vidrio. Hacia
all� me dirig�. La pista estaba frente a m�, y hab�a un helicóptero panzón con el motor en
marcha y las h�lices cortando el aire en lentos c�rculos. Detuve el jeep debajo de la puerta
abierta. Cuando me par� para arrojar las valijas por la abertura, un corpulento marinero
me tiró una patada a la cabeza.
Hab�an dado el alerta por radio, por supuesto, y probablemente lo hab�an hecho en un
�rea de ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Qu� fastidio. Tuve que esquivar el
golpe, agarrar al marinero y forcejear con �l hasta que la horda de mis fieles seguidores
llegó rugiendo. El marinero conoc�a demasiado este tipo de lucha, de modo que hice
trampa y acort� la pelea dispar�ndole una de mis agujas en la pierna. Luego entr� las
valijas con el dinero, arroj� varias granadas de gas y finalmente trep� al interior.
Como no quer�a molestar al piloto, que dorm�a en los controles, me instal� en el asiento
del copiloto y contempl� anonadado la cantidad de diales y perillas. Por cierto que eran
much�simos para un artefacto tan primitivo. Tanteando pude encontrar los que necesitaba,
pero a esta altura ya me rodeaba un compacto c�rculo de veh�culos y una multitud de
polic�as de seguridad, con gorras blancas y portando armas, pugnaban por ingresar
primero al helicóptero. El gas adormilante los volteó, incluso a los que ten�an m�scaras
antigas. Luego accion� el acelerador a fondo.
Ha habido mejores despegues, pero como una vez me dijera un instructor, cualquier
cosa que te transporte por el aire es ventajosa. La m�quina se estremeció, osciló, dio
bruscos tirones. Abajo, varios hombres se tiraron al piso, y sent� el ruido que produc�an
las ruedas al raspar el techo de un camión. En seguida me encontr� volando, alej�ndome
en una suave curva. Hacia el oc�ano y al sur. No fue sólo la casualidad la que me llevó a
esta precisa base militar cuando me hizo falta conseguir dinero. Bream Field est� situada
en el extremo sur de California, con el Oc�ano Pac�fico por un lado y M�jico por el otro.
Es decir, lo m�s al Sur y al Oeste que uno puede ir en los Estados Unidos. Ya no quer�a
permanecer m�s tiempo en Norteam�rica. No con lo que parec�an ser todos los
helicópteros de la marina persigui�ndome. Estoy seguro de que los aviones de guerra
estaban ya en camino. Pero M�jico es una nación soberana, otro pa�s, y la caza no pod�a
continuarse hasta all�. Eso esperaba. Al menos les ocasionar�a algunos problemas. Y
antes de que resolvieran dichos problemas, yo ya me habr�a escapado.
Cuando divis� las playas blancas y el agua azul all� abajo, prepar� un sencillo plan de
fuga. Y me familiaric� con los controles. Luego de un cierto grado de tanteo y de varias
bruscas sacudidas, encontr� el piloto autom�tico.
Un hermoso dispositivo que permit�a a la m�quina permanecer en el aire o seguir un
rumbo. Justo lo que necesitaba. Vislumbr� abajo la frontera; luego la plaza de toros y las
casitas rosadas, azules y amarillas de los balnearios mejicanos. Pas� r�pidamente esa
zona, y al instante comenzó el siniestro litoral de Baja California. Negros dientes de rocas
en la espuma, arena y barrancas escarpadas que se abat�an sobre el mar, acacias grises,
polvorientos cactus. Ocasionalmente, una casa. M�s adelante, una pen�nsula rocallosa se
internaba en el oc�ano. Hice avanzar la m�quina hasta ella y baj� por el lado opuesto. El
resto de los helicópteros me ven�a siguiendo a escasos segundos de diferencia.
No me hac�an falta m�s que segundos. Accion� el mecanismo para permanecer fijo en
el aire y baj� en medio de los durmientes defensores de la ley. El mar estaba a unos diez
metros abajo, y las veloces h�lices levantaban nubes de roc�o. Tir� las dos valijas al agua
y me di vuelta para ponerle una inyección al piloto en el cuello antes de que llegaran. Se
estaba despertando y parpadeando, el ant�doto para el gas durmiente es casi instant�neo,
cuando coloqu� el piloto autom�tico en posición de avanzar y me lanc� por la puerta
abierta.
Todo fue simult�neo. El helicóptero se alejó a toda marcha al tiempo que yo daba
volteretas en el aire. No fue una zambullida perfecta, pero me las ingeni� para chocar
primero con los pies. Me sumerg�, tragu� un poco de agua, tos�, sal� nadando a la
superficie y me golpe� la cabeza contra una de las valijas que estaba flotando. El agua,
mucho m�s fr�a de lo que pensaba, me hizo tiritar y me produjo un calambre en la pierna
izquierda. La maleta me sirvió de soporte, de modo que, pateando y forcejeando,
chapale� hasta alcanzar la otra. En el momento en que lo hac�a se oyó un poderoso
rugido en lo alto, al tiempo que un estruendoso tropel de helicópteros pasaban
raudamente como �ngeles vengadores. Estoy seguro de que ninguno miraba en dirección
al agua, sino que todos los ojos iban fijos en el helicóptero solitario que, delante de ellos,
se dirig�a hacia el Sur. Vi que esta m�quina se elevaba y se alejaba describiendo un
c�rculo. Un jet con alas en delta apareció de improviso, descendió en picada y rodeó el
aparato. Me quedaba un poco de tiempo, pero no mucho. Y no hab�a absolutamente
ning�n lugar donde esconderse en la roca de la pen�nsula ni en la arena desnuda de la
playa.
Hay que improvisar, me dije, mientras nadaba jadeando hacia la orilla. Por algo te
llaman Jim el Escurridizo. Esc�rrete de �sta, si puedes. Me volvió el calambre, y lo �nico
que atin� a hacer fue sumergirme debajo del agua. Encontr� arena firme en el fondo, y as�
pude llegar caminando a los tumbos hasta la playa.
Ten�a que esconderme sin estar escondido. La solución era camuflarme, uno de los
trucos originales de la madre naturaleza. Los furiosos helicópteros segu�an zumbando en
el horizonte cuando comenc� a cavar en�rgicamente en la arena con las manos peladas. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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