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carácter cambió a mejor. El aliciente por aprender algo que le gustaba, que le atraía, le
rescataba de los tentáculos de la depresión y le proporcionaba, cosas para pensar fuera
del terreno de la autocompasión.
Los compañeros que conoció en la clase, eran un poco bohemios y ella no terminaba
de encajar con su ambiente. La profesora era una mujer más joven que ella, tan sólo,
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Lientera de Relatos La aspirante a escritora
unos dos o tres años, poseía un buen tipo, era atractiva, dinámica, exigente y, a pesar
de su edad e imagen desenfadada, introducía disciplina prusiana en sus clases.
Para avanzar adecuadamente y evitar que se perdiera el ritmo de las clases, cada día
era necesario presentar realizados los ejercicios. ¡No valían las excusas!. Si un día
faltaba alguien, no importaba, su ejercicio quedaba pendiente y cuando volviese debía
llevarlo hecho.
Los temas eran muy variopintos. A cada cual le tocaban temáticas diferentes, no era el
mismo ejercicio para todos los alumnos. En cada clase, se presentaban los deberes del
día anterior. Éstos eran leídos, se revisaban y criticaban en grupo por los demás
alumnos. Al leerse y narrarse los textos en voz alta se escenificaban y, con ello, se
apreciaban mejor los errores en la redacción y la composición de los escritos, pero el
sarcasmo y la ironía de la profesora para magnificar los errores y hacerlos claramente
perceptibles, no eran gratamente recibidos por los evaluados.
A Luisa, no le gustaba esta parte de la exposición, tenía miedo cada vez que salía
frente al público, aunque fuesen sus compañeros de clase.
Como alumna, era consciente que todas las correcciones y las recomendaciones que le
hacía la profesora, eran para garantizar su correcta formación y, cuando se está
aprendiendo, se deben de aceptar y reconocer los errores propios sacando provecho de
ellos.
No obstante, ella poseía la impresión personal que, en ocasiones, la profesora la
trataba con excesiva dureza y saña. Este tipo de especial deferencia hacia su persona,
se evidenció a lo largo de esta semana, en la cual, tuvo que presentar dos veces el
mismo ejercicio y fue rechazado en ambas ocasiones. Además, en situaciones como
ésta, en las que era repetido por haber sido rechazado, la clase se convertía en
humillante para el alumno, aunque no dejaba de ser por ello, como siempre, muy
ilustrativa.
El carácter gruñón de la profesora no facilitaba las cosas, pero su pasión por la
literatura hacía que fuese una estupenda tutora y que fuesen perdonables sus
reprimendas fuera de tono, por lo que esto no disipaba la ilusión y las ganas de Luisa
por continuar aprendiendo a escribir.
Ella se había empeñado en sacar el curso adelante y, pasase lo que pasase, lo
conseguiría. Se aferró a aquella idea con la misma determinación que lo hace el
sobreviviente de un hundimiento cuando se agarra a una tabla a la deriva en mitad del
océano.
El ejercicio que le tocó desarrollar y, con el cual no conseguía convencer a su poco
compasivo público, consistía en redactar la nota de suicidio de una mujer que había
perdido las esperanzas de seguir viviendo. No importaba el motivo que albergase la
mujer para ello, ni cómo lo fuese a llevar a cabo, sólo era necesario expresar los
sentimientos que embargaban a esta persona, momentos antes de quitarse la vida.
¡La empresa no era fácil!. Era preciso ponerse en la piel de la suicida, interiorizar toda
su melancolía y su tristeza para, más tarde, darle forma, plasmando estas emociones
en la nota de despedida escrita por ella.
La redacción estaba resultando bastante difícil y complicada. Las ocasiones en que
presentó los textos en clase, no habían superado la exposición. El mensaje sonaba
artificial, forzado, carecía de la suficiente credibilidad y sentimiento.
Verdaderamente, ella reconocía que sus textos habían estado vacíos, no hubo
sentimientos encerrados en sus letras, pero no vislumbraba la forma de hacerlo más
creíble.
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Esta tarde no iría a clase, no valía la pena perder el tiempo y presentarse allí, no tenía
todavía el ejercicio terminado, no quería redactar otro texto mediocre y que fuese
rechazado de nuevo. No se levantaría de su escritorio hasta haberlo conseguido. ¡No
cedería en su empeño!.
En la papelera yacían arrugadas tres o cuatro páginas que contenían intentos fallidos.
Estaba enojada consigo misma y no era éste el sentimiento que debía albergar, en su
corazón sólo podía haber dolor, tristeza y más tristeza.
Por un momento dejó de escribir e indagó entre sus vivencias. Buscaba algo
especialmente fuerte y triste, algo que fuese capaz de transportarla a la situación
emocional en la que se encontraría una persona dispuesta a quitarse la vida.
Indagando en su pasado, allá en su infancia, recordó aquellos días de lloros y
padecimiento en su casa. Ella y su hermano, eran pequeños, mentes demasiado
infantiles e inocentes como para entender por qué su papá le pegaba a su mamá, por
qué las malas maneras y los gritos, por qué la bebida y las borracheras.
Después, al crecer, comprendieron el sufrimiento de aquella madre que entraba
llorando a su cuarto, para guarecerles, a ella y su hermano, de la furia desencadenada
por la embriaguez etílica de su padre. Por suerte, después de tantos años de bebida, la
cirrosis se lo llevó al otro mundo, antes que los hijos tuviesen edad para hacerle frente.
¡Muerto el perro, se acabó la rabia!. No se desperdiciaron lágrimas en el entierro de
aquel mal hombre. ¡No se las había ganado durante su vida!.
Continuando con su ejercicio de concienciación, Luisa se metió en la piel de su madre,
tratando de entender el padecimiento de aquella mujer, que toda su vida fue esclava de
su matrimonio, de aquella situación tan precaria, con unos hijos pequeños por los que
luchar, prisionera en su propio hogar sufriendo un destino elegido, pero no deseado.
Comenzó a escribir un borrador. Las palabras fluían solas, manando como chorros de
melancolía procedentes directamente desde lo más profundo de su alma. Una profunda
tristeza la inundó, tenía el corazón encogido, los ojos se le llenaron de lágrimas. Su
escritura se volvió temblorosa e irregular; no era capaz de distinguir claramente su
propia letra. Entre sollozos, alguna que otra lágrima cayó sobre lo ya escrito en el papel,
emborronándose algunas palabras.
Al terminar, lo leyó despacio con la finalidad de darle forma, pero no era necesario
retocarlo, le había salido redondo , estaba bien como estaba. Había resultado
fantástico, cualquier cambio hubiese estropeado el escrito corrompiendo el sentimiento
que consiguió plasmar en aquellas breves líneas.
En ese instante se escuchó cerrarse la puerta de la vivienda. Su marido llegó
procedente del trabajo, no había sido un buen día para aquel hombre. Se paró en mitad
del pasillo y observó a su esposa triste y llorosa. Él no quiso preguntar el motivo,
tampoco le importaba, aquella situación se daba demasiado a menudo y por cualquier
tontería.
En momentos así, lo peor que podía hacer era preocuparse, ya que eso le daba pie a
ella a descargar sus frustraciones sobre él y ya estaba cansado de ser su paño de
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