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loca ni cosa
que lo valga.
Mi asombro rayaba en estupor; aquellas gentes no me habían
comprendido o no querían comprenderme.
Al cabo me dirigí al señor que tomaba té, que en razón a
sus años
debía de ser algo más razonable.
-Y a usted, ¿qué le parece? -le pregunté.
-Le diré a usted -me respondió-: yo soy casado, quise a mi
mujer, la
aprecio todavía, me parece; tuvo lugar entre nosotros un
disgustillo
doméstico, que por su publicidad exigía una reparación por mi
parte,
sobrevino un duelo, tuve la fortuna de herir a mi adversario,
un chico
excelente, decidor y chistoso si los hay, con quien suelo tomar
café
algunas noches en la Iberia. Desde entonces dejé de hacer vida
común con
mi esposa, y me dediqué a viajar... Cuando estoy en Madrid,
vivo con ella,
pero como dos amigos; y todo esto sin violentarme, sin grandes
emociones,
sin sufrimientos extraordinarios. Después de este ligero
bosquejo de mi
carácter y de mi vida. ¡qué le he de decir a usted de esas
explosiones
fenomenales del sentimiento, sino que todo eso me parece raro,
muy raro!
Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la niña rubia y el
joven que
le hacía el amor repasaban juntos un álbum de caricaturas de
Gavarni. A
los pocos momentos, él mismo servía con una fruición deliciosa
la tercera
taza de té.
Al pensar que oyendo el desenlace de mi historia habían
dicho «¡es
raro!» exclamé yo para mí mismo..., «¡es natural!»
Las hojas secas
El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas
jirones sobre
mi cabeza, iban a amontonarse unas sobre otras en el horizonte
lejano. El
viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas
a mis
pies.
Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre
vuelven
menos de los que van.
No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en
alguna cosa.
Mi alma temblaba a punto de lanzarse al espacio, como el pájaro
tiembla y
agita ligeramente las alas antes de levantar el vuelo.
Hay momentos en que, merced a una serie de abstracciones, el
espíritu se
sustrae a cuanto le rodea, y replegándose en sí mismo analiza y
comprende
todos los misteriosos fenómenos de la vida interna del hombre.
Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su
personalidad y se
confunde con los elementos de la Naturaleza, se relaciona con
su modo de
ser y traduce su incomprensible lenguaje.
Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando
solo y en
medio de la escueta llanura oí hablar cerca de mí.
Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más o
menos, su
extraño diálogo:
-¿De dónde vienes, hermana?
-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube de
polvo y de
las hojas secas nuestras compañeras, a lo largo de la
interminable
llanura. ¿Y tú?
-Yo he se guido algún tiempo la corriente del río, hasta
que el
vendaval me arrancó de entre el légamo y los juncos de la
orilla.
-¿Y adónde vas?
-No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?
-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y
secas
arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivimos vestidas de
color y de
luz meciéndonos en el aire?
-¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de
aquella
apacible mañana en que, roto el hinchado botón que nos servía
de cuna, nos
desplegamos al templado beso del sol como un abanico de
esmeraldas?
-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a
aquella
altura, bebiendo por todos los poros el aire y la luz!
-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que
lamía las
retorcidas raíces del añoso tronco que nos sustentaba, aquel
agua limpia y
transparente que copiaba como un espejo el azul del cielo, de
modo que
creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!
-¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes
frondas para
vernos retratadas en la temblorosa corriente!
-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y
siguiendo el
ritmo de las ondas!
-Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas
de gasa a
nuestro alrededor.
-Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran
por el
aire en extraños círculos, se paraban un momento en nuestros
dentellados
bordes a contarse los secretos de ese misterioso amor que dura
un instante
y les consume la vida.
-Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los
bosques.
-Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su
color.
-En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba
sobre la
cima de los montes, ¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja
entre las
diáfanas sombras?
-Y referíamos con un blando susurro las historias de los
silfos que
se columpian en los hilos de oro que cuelgan las arañas entre
los árboles.
-Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír
embebecidas
las quejas del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por
escabel.
-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque
llenas de
gozo al oírle, nos amanecía llorando.
-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba
el rocío de
la noche y que resplandecían con todos los colores del iris a
la primera
luz de la aurora!
-Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de
vida y de
ruidos el bosque con la alborozada y confusa algarabía de sus
cantos.
-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotras su redondo
nido de
aristas y de plumas.
-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las
molestas
gotas de la lluvia en las tempestades de verano.
-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los
importunos
rayos del sol.
-Nuestra vida pasaba como un sueño de oro, del que no
sospechábamos
que se podría despertar.
-Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír a nuestro
alrededor,
en que el sol poniente encendía el ocaso y arrebolaba las
nubes, y de la
tierra ligeramente húmeda se levantaban efluvios de vida y
perfumes de
flores, dos amantes se detuvieron a la orilla del agua y al pie
del tronco
que nos sostenía.
-¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria. Ella era
joven, casi
una niña, hermosa y pálida. Él le decía con ternura: -¿Por qué
lloras?
-Perdona este involuntario sentimiento de egoísmo -le respondió
ella
enjugándose una lágrima-; lloro por mí. Lloro la vida que me
huye: cuando
el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de
verdura y de
flores, y el viento trae perfumes y cantos de pájaros y
armonías
distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la vida es buena!
-¿Y por qué
no has de vivir? -insistió él estrechándole las manos
conmovido. -Porque
es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran
armoniosas sobre
nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento llevará algún
día su
polvo y el mío ¿quién sabe adónde?
Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y callamos. ¡
Debíamos
secarnos! ¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos
del
viento! Mudas y llenas de terror permanecíamos aún cuando llegó
la noche.
¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!
-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor
que la
encantaba con sus quejas.
-A poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos
ya vestidos
de plumas; y quedó el nido solo, columpiándose lentamente y
triste como la
cuna vacía de un niño muerto.
Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules,
dejando su
lugar a los insectos oscuros que venían a roer nuestras fibras
y a
depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.
-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado
contacto de las
escarchas de la noche!
-Perdimos el color y la frescura.
-Perdimos la suavidad y la forma, y lo que antes al
tocarnos era como
rumor de besos, como murmullo de palabras de enamorados, luego
se
convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y triste.
-¡Y al fin volamos desprendidas!
-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar
arrastrada
de un punto a otro entre el polvo y el fango, me he juzgado
dichosa cuando
podía reposar un instante en el profundo surco de un camino.
-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia
corriente, y
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