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- Y él ¿qué tiene que ver? - pregunté -. ¿El también te quiere, acaso? ¿O es que el
deseo de tenerte se ha vuelto hereditario en esa familia y pasa de generación en
generación?
No entendió muy bien qué le quería decir.
- Es probable - dijo - que todos quieran vengar la muerte de Jubal. Son siete, siete
hombres tremendos. Alguien tendría que matarlos a todos para que pudiese volver a
reunirme con mi gente.
Empezaba a parecerme que yo había asumido un compromiso un tanto excesivo para
mí, de unas siete etapas, para ser exacto.
- ¿Tenía Jubal algún primo? - pregunté, queriendo saber lo peor.
- Sí - respondió Dian -, pero ellos no cuentan, pues todos tienen esposas. Los
hermanos de Jubal no las tienen porque él no podía conseguir ninguna para él. Era tan
feo que las mujeres le huían. Algunas han llegado a arrojarse al Darel Az desde los
acantilados de Amoz antes que tener que unirse a él.
- Pero eso ¿qué tiene que ver con sus hermanos? - pregunté.
- Había olvidado que no eres de Pelucidar - dijo Dian con una expresión de lástima y de
desprecio; y ese desprecio parecía exagerarlo, dadas la circunstancias, para que no
hubiera posibilidad alguna de que yo lo pasase por alto.
- Lo que ocurre - prosiguió es que el hermano menor no puede tomar esposa hasta que
todos sus hermanos mayores lo hayan hecho, a menos que éstos quieran ceder la
prerrogativa, cosa que Jubal no quería hacer, pues sabía que en tanto ellos
permaneciesen solteros harían lo posible por ayudarlo a encontrar compañera.
Noté que Dian estaba un poco más comunicativa y eso me infundió la esperanza de
que se estuviera reconciliando conmigo, aunque pronto descubrí que mi esperanza
pendía de un hilo muy delgado.
- Ya que no te atreves a retornar a Amoz - dije - ¿qué será de ti, puesto que no puedes
ser feliz aquí conmigo y me detestas de esa forma?
- Tendré que soportarte - replicó con frialdad - hasta que decidas irte a otra parte y
dejarme en paz. Después me las arreglaré muy bien sola.
La miré atónito. Parecía inaudito que aun una mujer prehistórica fuera tan fría y
desagradecida. Me puse de pie.
- Yo te dejaré ahora mismo - dije con soberbia -. Ya he soportado demasiado tus
insultos y tu ingratitud - y me fui caminando altivamente hacia el valle. Anduve cien pasos
en silencio absoluto y entonces Dian habló.
- ¡Te odio! - gritó, y su voz se quebró, de ira, supuse yo.
Me sentía absolutamente desdichado, pero no me había alejado mucho cuando me di
cuenta de que no podía dejarla allí sola sin protección, para que tuviese que conseguir su
propio alimento en medio de los peligros de aquel mundo salvaje. Podía odiarme,
vituperarme y mortificarme a cada instante, como ya había hecho, hasta que yo la odiase;
pero lo cierto era que yo la amaba y que no podía dejarla allí sola.
Cuanto más pensaba en eso, más me encolerizaba, de modo que cuando llegué al
valle estaba furioso y el resultado fue que giré sobre mis talones y volví a escalar ese
acantilado con la misma rapidez con que lo había bajado. Vi que Dian se había metido en
la cueva, de modo que yo también entré. Estaba recostada con la cara escondida en el
montón de pasto que yo había recogido para hacer la cama, y al oírme se puso de pie de
un salto.
- ¡Te odio! - exclamó.
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Al entrar de la luz brillante del sol del mediodía a la semipenumbra de la cueva no
podía distinguir sus facciones, lo cual fue un alivio, pues no deseaba leer el odio que
habría escrito en ellas.
No le dije una palabra. Crucé la caverna y la tomé de las muñecas. Ella luchó, pero yo
le sujeté las manos contra el cuerpo con un brazo. Luchaba como una tigresa, pero con
mi otra mano le tiré la cabeza hacia atrás. Supongo que me había vuelto salvaje de
repente, que había retrocedido un millón de años y me había convertido en un verdadero
cavernícola que tomaba por la fuerza a su hembra. Entonces besé una vez y otra aquellos
labios hermosos.
- Dian - exclamé sacudiéndola bruscamente -, yo te amo. ¿No puedes comprender que
te amo?, ¿que te amo más que a nada en este mundo y en el mío?, ¿que voy a tenerte
porque un amor así no puede ser rechazado?
Noté que ya permanecía muy quieta entre mis brazos; y a medida que mis ojos se
acostumbraban a la oscuridad, vi que estaba sonriendo, con una sonrisa satisfecha y feliz.
Quedé estupefacto. Me di cuenta de que, muy dulcemente, estaba tratando de soltar sus
brazos, y entonces yo aflojé el mío para permitirle hacerlo. Lentamente sus manos me
ciñeron el cuello, y atrajo mis labios hacia los suyos reteniéndolos allí largo rato, por fin
habló.
- ¿Por qué no hiciste esto desde el principio, David? ¡He estado esperando tanto
tiempo!
- ¿Qué? - exclamé -. ¡Dijiste que me odiabas!
- ¿Esperabas acaso que corriera a tus brazos, diciéndote que te amaba antes de saber
si tú me amabas? - preguntó ella.
- Pero si yo te dije desde el comienzo que te amaba - dije.
- El amor se demuestra con actos - respondió -. Podías hacer que tu boca dijera lo que
deseabas; pero ahora, cuando me tomaste en tus brazos, tu corazón le habló al mío en un
lenguaje que el corazón de una mujer puede entender. ¡Qué hombre tonto eres, David!
- Entonces, ¿nunca me has odiado? - pregunté.
- Siempre te he amado - susurró -, desde el momento en que te vi, aunque no lo supe
hasta que luchaste con Hooja el Astuto y luego me rechazaste.
- Pero no te rechacé, Dian, querida - exclamé -. Yo desconocía tus costumbres, y no sé
si ahora, incluso, las conozco. Parece increíble que me hayas insultado tanto, mientras al
mismo tiempo me querías.
- Deberías haberte dado cuenta - dijo -, al no huir de tu lado, que no era el odio lo que
me encadenaba a ti. Mientras luchabas con Jubal, pude haber esperado en el límite del
bosque y haberte eludido al saber el resultado del combate. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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