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mujer próxima y solitaria. Supe que no estaba borracha por la firmeza con que sus manos
usaban el encendedor plateado y los cigarrillos. Pero, sin dirigirse a nadie, mirando la
madera de su mesa, el cuerpo abandonado al desinter� s, la mujer hablaba y respond� a a
nadie. Lo hac� a en voz alta, preguntaba y contestaba. Si no borracha, loca. Llegu� a creer
que mi vecina conversaba con esp� ritus, � ngeles o diablitos amigos.
Guiado por alg�n movimiento de la cabeza de la mujer cre� que el interlocutor invisible
estaba a su derecha. Me levant� y anduve paseando frente a los escalones como si esperara.
Luego me puse a recorrer la gran sala que, libre de gente, estaba triste y fr� a.
Entonces el misterio de la charla con esp� ritus o almas en pena se me reveló con su
golpe de asombro y asco.
La mujer de la mesa próxima estaba conversando con otra, que la naturaleza hab� a
embutido en una de las tres letrinas sin puertas y, sentada en el inodoro, porfiaba su relato y
sus respuestas.
Tiempo despu� s uno de los patrones, tal vez haya sido el Chino, me explicó que hab� an
sacado las puertas �para evitar atos oscenos de maricas y para peor sin pagar�. Tambi� n me
ilustró haciendo un paralelo entre mujeres y homos declarando victoriosas a las primeras
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porque cuando quieren y no pueden se mojan y aguantan mientras que ellos se enferman
�del sistema nervioso�.
Pero por la noche, s� bados y v� speras el Ch� mame fortificaba su prestigio. Para mi
nariz, a la barrera de los tres escalones, se aliaba una invisible cortina de mal olor. El
recuerdo amoniacal de muy viejos orines ayudados por orines frescos. A medida que crec� a
la noche eran ayudados por los sobacos de las parejas que bailaban al comp�s de los tres
musicantes que tomaban sus tragos durante las pausas. Tambi�n ellos, forzando la sonrisa,
contribu� an pobremente con los hilitos de sudor que les resbalaban en las caras.
Y era imposible ignorar la mezcla dulzona y repugnante de los perfumes baratos de las
mujeres.
Sin olor perceptible, giraban, iban y ven� an los colorinches de sus vestidos, apenas
disminuidos por el humo espeso de los tabacos.
Pasados unos cuantos minutos era posible adaptarse y reconocer a los personajes de
todos los s� bados, aquellos ya integrados y que parec� an paridos por el Ch� mame y acaso
inmortales.
Si alguien, como me han contado, aspiro un d� a a ser regente de un prost� bulo perfecto,
las imperfecciones del Chama as� se permit� an llamarlo los clientes de toda la vida
conformaban el m� s extra�o prost� bulo de todo el mundo.
Comienzo por capricho o respeto recordando al Juez. Como un contraste excesivamente
violento con la groser� a cong�nita de un milico llamado Autorid� , all� en el fondo, casi
apoyado contra los vidrios de una ventana, estaba sentado, noche a noche, el Juez. Ocupaba
siempre una mesa-escritorio contra la pared y all� apoyaba el respaldo de su silla. Llegaba
siempre con una valija cil� ndrica, de las llamadas de cobrador, y de all� sacaba una botella
virgen de whisky y un mazo de papeles que distribu� a sobre la mesa. Nunca vi que los
mirara.
Era un hombre cincuentón de abundantes cabellos grises siempre bien peinados,
dentadura blanca que mostraba pocas veces y nariz ganchuda. Su voz ten� a un tono curioso a
la que nunca pude atribuirle con certeza ning�n origen. Jam� s se me ocurrió que fuera jud� o.
Sólo habl� con � l una noche que me pareció propicia porque lo sospech� borracho.
Hab� a desparramado sin sentido su papeler� a sobre la mesa; hab� a olvidado esconder la
botella en su valijita, de modo que pude conocer el nombre de su veneno. Se llamaba Only
Proprietor, marca para m� desconocida. De vez en cuando, espont� neamente o a una se�a
suya incomprensible para el sucio chusmer� o chamameguiano, se le acercaba el patrón o sea
la Autorid� .
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Me fatiga escribir estos recuerdos. Pero la Autorid� es ineludible. Toda Santamar� a
sabia que este milico de sector policial era homosexual. Y � l sab� a que todos sab� an. De este
conocimiento don Autorid� extra� a un estado permanente de desconfianza y maldad. Donde
no hab� a otra cosa que indiferencia, � l sospechaba burlas y alusiones.
Pero as� , borracho y con su grotesco uniforme, el ojo enrojecido y semituerto, Autorid�
era el patrón sin disputa del Ch� mame. Inventaba leyes absurdas que se cumpl� an sin quejas.
El juez barajaba papeles y beb� a, ausent�ndose. Mucho tiempo pasaba entre sus llamados
silenciosos, el curioso garabato de los dedos. Enseguida el secreteo de cabezas juntas y el [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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