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figuraríamos nosotras como damas agregadas.
-Yo lo soy -advirtió la de Páez- por empeño de ésta que
convenció a papá.
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La Regenta
-Pero, señores, si La Libre Hermandad ha cantado ya la
palinodia; si desde que ingresamos en ella nosotras, se acabó lo
de la libertad y toda esa jarana...
-Tiene razón -se atrevió a decir el Obispo, a quien todavía
engañaba el aturdimiento postizo de la del Banco-; tiene razón esa
loquilla...
-¡No tiene tal! -gritó el Provisor, perdiendo un estribo por lo
menos-. No tiene tal; y esto ha sido... una imprudencia.
Visita volvió la cara y sacó la lengua. «¡Cómo le trata!»,
pensó, envidiando a un hombre que osaba llamar imprudente al
Obispo.
Las damas salieron: S. I. quedó corrido; y después de indicar al
Magistral que las acompañara por los pasillos estrechos y
enrevesados, se puso en salvo, encerrándose en el oratorio, para
evitar explicaciones.
El Magistral no pensó en buscarle.
La de Páez iba con la cabeza baja. Temía también una
reprensión del prebendado. Éste aprovechó un momento en que
Visita se detuvo para saludar a una familia que ella había
recomendado al Obispo, y acercándose al oído de la joven dijo en
tono de paternal autoridad:
-Ha hecho usted mal, pero muy mal en acompañar a esta...
loca.
-Pero si me votaron...
-Si usted no fuera de esa junta...
-Papá espera a usted hoy a comer. Iba a escribirle yo misma,
pero dése usted por convidado.
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Leopoldo Alas, «Clarín»
-Bueno, bueno; ¿no le gusta a usted oír las verdades?
-Lo que digo es que papá...
-Pues hoy no puedo ir... a comer. Estoy convidado hace días...
otro Francisco que... pero allá nos veremos dentro de una hora; en
cuanto despache de prisa y corriendo...
Se despidieron; las damas salieron a la calle, y el Provisor
entró, dejando atrás pasillos, galerías y salones, en las oficinas del
gobierno eclesiástico.
Llegó a su despacho el señor vicario general, y sin saludar a
los que allí le esperaban, se sentó en un sillón de terciopelo
carmesí detrás de una mesa de ministro cargada de papeles atados
con balduque. Apoyó los codos en el pupitre y escondió la cabeza
entre las manos. Sabía que le esperaban, que pretendían hablarle,
pero fingía no notarlo. Esta era una de las maneras que usaba para
hacer sentir el peso de su tiranía; así humillaba a los subalternos;
despreciándolos hasta no verlos a los dos pasos. Primero era su
mal humor. Un mal humor de color de pez. La bilis le llegaba a
los dientes. ¿Por qué? Por nada. Ningún disgusto grave le habían
dado; pero tantas pequeñeces juntas le habían echado a perder
aquel día que había creído feliz al ver el sol brillante, al lavarse
alegre frente al espejo. Primero su madre tratándole como a un
chiquillo, recordándole las calumnias con que le perseguían;
después las noticias alarmantes y las bromas necias del médico,
luego aquella Visitación, La Libre Hermandad, Olvidito faltando
a la disciplina..., y sobre todo aquel demonio de Obispo
abrumándole con su humildad, recordándole nada más que con su
presencia de liebre asustada toda una historia de santidad, de
grandeza espiritual enfrente de la historia suya, la de don
Fermín..., que..., ¿para qué ocultárselo a sí mismo?, era poco
edificante... Aquel paralelo eterno que estaba haciendo Fortunato
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La Regenta
sin saberlo, irritaba al Magistral. Y ahora le irritaba más que
nunca. Ahora le parecía que la superioridad intelectual del vicario
era nada enfrente de la grandeza moral del Obispo. Él era la única
persona que sabía comprender todo el valor de Fortunato. ¡Qué
poéticas, qué nobles, qué espirituales le parecían ahora la virtud
del otro, su elocuencia, su culto romántico de la Virgen! Y las
propias habilidades, ¡qué ruines, qué prosaicas! Su carácter fuerte
y dominante, ¡qué ridículo en el fondo! «¿A quién dominaba él?
¡A escarabajos!»
-¿Qué hay? -gritó con voz agria, levantando la cabeza y
mirando a los escarabajos que tenía enfrente.
Eran un clérigo que parecía seglar y un seglar que parecía
clérigo; mal afeitados los dos, peor el sacerdote, que mostraba el
rostro lleno de púas negras ásperas; vestían ambos de paisano,
pero como los curas de aldea; el alzacuello del clérigo era blanco
y estaba manchado con vino tinto y sudor grasiento; el cuello de
la camisa del otro parecía también un alzacuello; usaba corbatín
negro abrochado en el cogote.
Don Carlos Peláez, notario eclesiástico que desempeñaba otros
dos o tres cargos en Palacio, no todos compatibles, se jactaba de
ser una de las personas más influyentes en la curia eclesiástica y
aun en el ánimo del señor Provisor. Bien iba a probarlo ahora
interponiendo su favor para arrancar al mísero párroco de
Contracayes, aldea de la montaña, de las garras de la disciplina.
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