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aislada, y que, aunque provista de cama y otros muebles muy bien
dispuestos, podía considerarse como una habitación de un palacete.
-Espero encontrará agradable esta habitación, señor -dijo el
mesonero-. Tengo deber de complacer a todo amigo de maese Pedro.
-¡Oh, bendito chapuzón! -exclamó Quintín Durward, haciendo cabriolas
tan pronto como su patrón se hubo retirado-. Nunca la buena suerte se
presentó de mejor manera. Estoy satisfecho con mi buena estrella.
Mientras así hablaba se adelantó a la ventanita, la cual, como la
torrecilla, sobresalía bastante de la fachada del edificio; no sólo
dominaba su precioso jardín, algo extenso, que pertenecía a la posada,
sino que permitía ver más allá de su límite un atrayente bosquecillo de
esas moreras que había plantado maese Pedro para fomentar la cría del
gusano de seda. Además, apartando la vista de estos objetos más remotos y
mirando de costado a lo largo de la pared, resultaba opuesta la torre de
Quintín a otra torre, y la pequeña ventana en que estaba permitía ver
otra ventanita similar en un saliente correspondiente del edificio.
Hubiera sido difícil para un hombre veinte años mayor que Quintín saber
por qué esta torrecilla le interesaba más que el agradable jardín o el
bosquecillo de moreras, pues ojos que cuentan con más de cuarenta años de
uso miran con indiferencia a las ventanas de una torrecilla, aunque la
celosía esté medio abierta para dejar paso al aire, mientras el postigo
está medio cerrado para impedir el sol o quizá una mirada demasiado
curiosa, y aunque en un costado de la ventana cuelgue un laúd en
parte cubierto por un ligero velo de seda verde mar. Pero a la feliz edad
de Durward tales accidentes, como un pintor los llamaría, son base
suficiente para múltiples visiones y conjeturas misteriosas, a cuyo
recuerdo el hombre maduro sonríe mientras suspira, y suspira mientras
sonríe.
Como habrá de suponerse que nuestro amigo Quintín deseaba saber algo
más de su bella vecina, la propietaria del laúd y del velo; como puede
imaginarse que, por lo menos, estaba interesado en cerciorarse si no
resultaría ser la misma persona a quien había visto servir humildemente a
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maese Pedro, se sobrentiende que no mostró un rostro curioso ni su
persona de lleno en el marco de su ventana. Durward conocía bien el arte
de cazar pájaros, y debió al hecho de mantenerse a un lado de su ventana,
mientras miraba a través de la celosía, el placer de ver un brazo blanco,
redondo y bello que descolgaba el instrumento, y el que sus oídos
participasen, regocijados, con su diestro manejo.
La doncella de la torrecilla, del velo y del laúd cantaba
precisamente la misma tonada que suponemos acostumbraba a fluir de los
labios de las damas de linaje cuando caballeros y trovadores escuchaban y
languidecían.
La letra no tenía tanto sentido, ingenio o fantasía como para
distraer la atención de la música, ni la música tanto arte como para
ahogar todo significado de las palabras. La una parecía amoldarse a la
otra, y si el canto se hubiese recitado sin notas o la música
interpretada sin palabras, no se hubiera notado el hecho. Por eso, apenas
puede justificarse el repetir versos no compuestos para ser dichos o
leídos y sólo para cantarlos. Pero tales restos de antigua poesía siempre
han ejercido en nosotros una especie de fascinación, y como la música se
ha perdido para siempre, a no ser que Bishop logre encontrar la notas o
alguna alondra enseñe a Esteban a cantar la tonada, arriesgaremos nuestro
crédito y el gusto de la doncella del laúd, conservando los versos,
simples y rudos como son:
¡Ah! Conde Guy, la hora se acerca; el sol ha dejado la llanura;
La flor del naranjo el jardín perfuma
La brisa sopla hacia el mar.
Se pasó el día cantando la alondra.
Aguarda silenciosa la llegada de su pareja; brisa, pájaro y flor confiesan la hora;
Pero ¿dónde está el conde Guy?. La doncella de la aldea se desliza en la sombra.
Para escuchar los cortejos de su zagal;
A una belleza tímida, tras alta reja,
Canta el caballero de alcurnia._
La estrella del amor, dominando a las estrellas.
Reina ya sobre cielos y tierra,
Y altos y bajos están bajo su influencia; Pero ¿dónde está el conde Guy?.
Cualquiera que sea la idea que el lector se forme de esta letra
sencilla, ejerció un gran efecto en Quintín, pues, unida a melodías
celestiales, y cantada por una voz dulce y pastosa, llegando las notas
mezcladas con las suaves brisas perfumadas del jardín, y permaneciendo
oculta la casa de la cantante, aparecía todo ello envuelto en un velo de
misteriosa fascinación.
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