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cerradura del secreter. Era difícil apartar los ojos del oscuro frente de caoba si reflexionaba que un simple panel
me separaba de la meta de mis esperanzas, pero recordé mi prudencia y con un esfuerzo me despedí de la
señorita Bordereau. Para dar gracia a mi esfuerzo le dije que sin duda le traería una opinión sobre el pequeño
retrato.
-¿El pequeño retrato? -preguntó la señorita Tita, sorprendida.
-¿Tú qué sabes de eso, querida mía? -preguntó la anciana-. No hace falta que te ocupes de eso. Yo he fijado mi
precio.
-¿Y cuál podría ser?
-Mil libras.
-¡Ah, Señor! -exclamó la pobre Tita, irreprimiblemente.
-¿Es eso de lo que ella le habla a usted? -dijo la señorita Bordereau.
-¡Imagínese: su tía quiere saberlo!
Tuve que separarme de la señorita Tita con esas palabras sólo, aunque me habría gustado enormemente añadir:
«¡Por lo más sagrado, véngame a ver esta noche al jardín!»
8
Según resultó, no hacía falta tal cosa, pues tres horas después, cuando había terminado de cenar, apareció la
sobrina de la señorita Bordereau, sin hacerse anunciar, en la puerta abierta del cuarto donde me servían mis
sencillas comidas. Recuerdo bien que no sentí sorpresa al verla, lo que no es prueba de que no creyera en su
timidez. Esta era inmensa, pero en un caso en que hubiera particular motivo para la osadía, jamás la habría
impedido correr a mis habitaciones. Vi que ahora estaba muy llena de una razón especial, que la impulsaba
adelante, y la hizo agarrarme del brazo, cuando me levanté a recibirla.
-¡Mi tía está muy mal; creo que se muere!
-Jamás -respondí, con amargura-, ¡no tenga miedo!
-Vaya a buscar un médico, ¡vaya, vaya! Olimpia ha ido a buscar al que tenemos siempre, pero no vuelve: no sé
qué le ha pasado. Le dije que si no estaba en casa, que fuera a buscarle donde estuviera, pero por lo visto le está
siguiendo por toda Venecia. No sé qué hacer; parece como si se estuviera hundiendo.
-¿Puedo verla, puedo juzgar? -pregunté-. Por supuesto que me encantará traer un médico, pero, ¿no sería mejor
que fuera mi criado, para que yo me quede con ustedes?
La señorita Tita asintió a eso y despaché a mi criado a buscar al mejor médico de por allí. Yo me apresuré
escaleras abajo con ella, y por el camino me dijo que una hora después que las dejé, por la tarde, la señorita
Bordereau había tenido un ataque de «opresión» una terrible dificultad para respirar. Eso había disminuido,
pero la había dejado tan agotada que no podía recobrarse; parecía completamente agotada. Repetí que no se
había acabado, que todavía no se acabaría, ante lo cual la señorita Tita me lanzó una mirada de soslayo más
brusca que nunca y dijo:
-Realmente, ¿qué quiere decir? ¡Supongo que no la acusará de fingir!
No recuerdo qué respuesta di a esto, pero confieso que en mi corazón pensé que la anciana era capaz de
cualquier maniobra extraña. La señorita Tita quería saber qué le había hecho yo; su tía le había dicho que la
había irritado mucho. Declaré que nada: había tenido mucho cuidado, a lo que mi acompañante replicó que la
señorita Bordereau le había asegurado que había tenido conmigo una escena, una escena que la había
transtornado. Contesté un tanto ofendido que la escena la había hecho ella; que no podía imaginar por qué
estaba irritada conmigo, a no ser porque no veía yo cómo darle mil libras por el retrato de Jeffrey Aspern.
-¿Y se lo enseñó a usted? ¡Ah, válgame Dios! -gimió la señorita Tita, que parecía sentir que la situación se
escapaba a su dominio y que los elementos de su destino empezaban a apretarse a su alrededor. Dije que yo
daría cualquier cosa por poseerlo, sólo que no tenía mil libras, pero me detuve cuando llegué al cuarto de la
señorita Bordereau. Sentía una inmensa curiosidad por entrar, pero me creí obligado a indicar a la señorita Tita
que, si yo irritaba a la inválida, quizá ella preferiría no tener que verme.
-¿Verle a usted? ¿Cree que puede ver? -preguntó mi acompañante, casi con indignación. Yo lo creía así, pero
no quise decirlo, y seguí suavemente a mi guía.
Recuerdo que lo que le dije cuando me quedé un momento parado junto a la anciana fue:
-Entonces, ¿ella no le enseña nunca los ojos a usted? No los ha visto nunca?
A la señorita Bordereau la habían despojado de su velo verde, pero (no tuve la fortuna de observar a Juliana en
gorro de dormir) la mitad superior de su cara estaba cubierta por un trozo de ajada muselina como de encaje,
una especie de capucha improvisada que, ceñida en torno a la cabeza, bajaba hasta el final de la nariz, no
dejando visibles más que sus blancas mejillas marchitas y su boca arrugada, cerrada fuerte, casi como
conscientemente. La señorita Tita me lanzó una mirada de sorpresa, evidentemente no viendo razón para mi
inquietud.
-¿Pregunta si siempre lleva algo puesto? Lo hace para preservarlos.
-¿Porque son muy hermosos?
-¡Ah, hoy día, hoy día! -Y la señorita Tita movió la cabeza, hablando muy bajo-. ¡Pero eran magníficos!
-Sí, desde luego, tenemos la palabra de Aspern de que era así.
Y al volver a mirar los envoltorios de la anciana, pude imaginar que ella no había deseado permitir a la gente
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